Tras la larga espera en la cola para pagar el pan, Rosa se desquitó de su chaqueta y la tiró en la papelera más cercana. No tenía mucho sentido ser cívico en una ciudad cuyos basureros llevaban casi dos semanas de huelga; pese a ello prefería cumplir con las normas conocidas. Siempre había sido muy meticulosa al respecto, pues el hecho de no seguir los pasos que la autoridad mandaba había significado horas de castigo encerrada en la mohosa despensa de su casa.
Ahora ya era una mujer adulta y se encargaba de la educación de sus propios hijos, por supuesto no de la forma que lo hizo su padre, pero sí que estaba decidida a castigar comportamientos poco rectos.
Iba de vuelta a su casa, un piso de obra nueva en una buena zona. Ella, su marido y sus tres hijos disponían de ropa nueva, un coche de gama alta y, sin embargo, no se habían librado de las escasez de alimentos que estaba matando a todo el mundo.
Unos metros más adelante, poco antes de girar la esquina que la llevaría a su calle, Rosa vio dos hombres desgarrándose las carnes con cuchillos por un pedazo de carne podrida que había cerca de ellos. El miedo la paralizó. Si la veían irían a por su barra de pan. Si se la quitaban sólo Dios sabía cuándo volverían a comer. Debía retroceder con disimulo y coger otro camino de vuelta a casa.
Su lentitud fue su perdición; los dos hombres la vieron. Jadeaban y tenían una mirada de bestias. De repente echaron a correr en su dirección dispuestos a matarla si era necesario.
Cuando los tenía apenas a un metro de distancia y pensaba que aquel sería su fin, las dos fieras empezaron a golpearse mutuamente. Estaba claro que no querían compartir el botín; quizás ambos tenían una familia numerosa a la que alimentar. Ocho o diez hijos desnutridos que esperarían en casa a que papá consiguiese algo de comer; o quizás preferirían abandonar a los suyos y engullir todo el alimento; de todas maneras unas migajas no les salvaría la vida, quizás retrasaría su muerte un día o dos más. El caso es que la desesperación de ellos fue su salvación. Aprovechó la ocasión, se descalzó para poder correr sin tropiezos y, esquivándolos justo a tiempo de que no la atrapasen cuando la vieron pasar, consiguió recorrer el poco trecho hasta su casa antes que los perseguidores le diesen alcance.